31 de enero de 2009

La guerra de los Dioses.

La guerra de los Dioses.
Tengo un Dios que me ama, me cuida y salva de los peligros, me perdona mis fallas, cumple mis deseos y tiene para mi prometida la felicidad eterna. Definitivamente es muy “conveniente” un Dios así. Sobre todo, comparado con otros dioses cuyo carácter es enteramente opuesto: Un Dios que vigila, que castiga o que exige determinados comportamientos. Por supuesto, creo en el Dios que a mi me satisface y no puedo concebir que Dios no sea así. Por tanto, “mi” Dios y sólo mi Dios es el verdadero. Los demás son meras ilusiones o engaños del demonio. Quien piensa igual que yo, se salvará; pero quien no, irá al infierno.

Desgraciadamente, cada quien tiene su concepción de la divinidad la cual refleja sus más profundas necesidades y deseos. Es obvio que el Dios implacable y terrible de unos en poco se parece al Dios amoroso de otros. Ambos bandos se descalificarán mutuamente. En nuestro sistema de creencias, nosotros y sólo nosotros tenemos la razón. Ellos están equivocados terriblemente. ¿Equivocado yo? jamás. Lo mismo sucede en todas las religiones. Damos por hecho que sólo mi religión es la buena y las demás, falsas y, aún dentro de mi religión, las cosas son como yo las creo. Es muy cómodo pensar que ya me “salvé”, que ya “la hice” pues estoy del lado correcto…¡sólo por creer algo!. Yo estoy bien, los demás están mal. No hay posibilidad alguna de que yo me equivoque porque… ¿por qué? Sencillamente por nuestra necesidad infantil de tener a Dios de nuestro lado y “sentirnos protegidos”. Nos aferramos al pensamiento mágico que nada nos sucederá.

Es obvio que las creencias tan opuestas y encontradas acerca de la divinidad no pueden ser todas ciertas; sin embargo nadie está dispuesto a ceder un paso. Porque eso sería traicionar a Dios y entonces perderíamos todos los “privilegios” que tenemos con Él. ¿Es en realidad Dios como yo quiero que sea? Al crear una imagen “privada” de Dios lo estamos creando a nuestra imagen y semejanza. En realidad a imagen y semejanza de nuestros miedos, deseos y necesidades no resueltos.

Cuando algo malo nos sucede podemos considerarlo como “castigo divino” por aquellos que creemos en un Dios temible o bien, una “prueba” o bien, que sucedió porque “fallamos” en nuestra Fe, para quienes creemos en un Dios amoroso. No es porque en la vida sucedan cosas buenas y malas. En vez de aceptar la realidad, la acomodamos para justificar el carácter de Dios y, sobre todo por nuestra necesidad de que intervenga en nuestras vidas. Torcemos la realidad para justificar nuestras creencias. Así, la aparición del V.I.H. fue, para algunos, un signo “inequívoco” de la ira de Dios contra los varones homosexuales. Cuando se supo que no es exclusiva de ellos se convirtió un signo “inequívoco” de la ira de Dios contra los pecados de toda la humanidad. Coloquialmente decimos: "Si se muere, fue el médico. Si se cura, fue la Virgen".

Sin embargo, hemos constatado muchas veces que nuestros deseos no son cumplidos. ¿Acaso Dios no nos escuchó? Normalmente, no podemos aceptar eso y lo justificamos con argumentos: “Dios está muy ocupado”, “Mi Fe no es lo suficientemente buena” o “Dios me está castigando”. Entonces, necesitamos de “otros” semidioses para que nos “auxilien” o para que ellos sí nos concedan nuestros ruegos. Así, cuando Dios no es suficiente, acudimos a los Santos y ahí, entre ellos, hay unos más “milagrosos” que otros. O mejor, vamos derechito con la Virgen, ella es “Madre de Dios” y, por tanto, muy “influyente”. A últimas fechas, a falta de los milagros esperados, estamos recurriendo a los ángeles. Cuando tampoco sean escuchados nuestros ruegos, nos inventaremos algo nuevo para seguir pidiendo y esperando por los tan ansiados milagros.

Creer en la intromisión de Dios en todos los asuntos de la vida contiene la semilla de la apostasía. Si creemos que Dios manda las “bendiciones”, también creemos que Dios manda las “maldiciones” y castigos. Si no en nosotros, al menos esperamos que lo haga con los demás. Mientras todo sale como queremos, estamos muy “contentos” con “nuestro” Dios; pero cuando algo sale mal empiezan los reclamos, el alejamiento y hasta la blasfemia. Creer en la intervención divina en los asuntos humanos es renunciar al compromiso de vivir la vida. Si nos preguntamos “¿por qué Dios permite tanta miseria o injusticia en el mundo?” no vamos a ninguna parte. Si cambiamos la pregunta y la enunciamos en primera persona: “¿por qué permito yo tanta miseria o injusticia en el mundo?” entonces nos haremos conscientes de nuestra responsabilidad y podremos empezar a hacer algo, al menos en nuestro ámbito. Si vemos a un niño pasando frío y esperamos que Dios baje a cobijarlo estamos perdiendo el tiempo. Si le regalamos algo con qué cobijarse, entonces habremos dado un paso adelante. La responsabilidad viene con la madurez. Dar la espalda a la vida y esperar que venga Dios a arreglar los asuntos humanos y nuestros asuntos es fruto del pensamiento mágico infantil.

Tenemos la certeza que Dios está de nuestro lado y este es un sentimiento real. Tenemos certeza legítima de este sentimiento. Pero aunque la sensación es verdadera, eso no significa que nuestra creencia sea verdadera. Aún así, contra toda lógica, basamos nuestra Fe en esta certeza. Este sentimiento es tan “humano” que lo encontraremos en todas las religiones y aún fuera de ellas. Si visitamos un templo evangélico encontraremos a muchas personas recibiendo el “Espíritu Santo” bailando, revolviéndose, “hablando” otras lenguas, gritando o cayendo al suelo. ¿Acaso ellos están recibiendo realmente al Espíritu Santo? Aceptarlo sería pensar que nuestra religión no es la verdadera. Para nosotros, se trata de histeria colectiva y contraria a la “verdadera” religión. Pero quienes participan en el evento sinceramente creen que es el Espíritu Santo quien los “posee” y será imposible convencerlos de lo contrario, ya que también su certeza es legítima. Las curaciones milagrosas de otras religiones son patrañas, supersticiones u obras del demonio; pero las “propias” son verdaderas y obras de Dios. Las deidades hindúes que beben leche son tonterías de gente ignorante; pero las vírgenes que lloran no lo son. Una estatua de un dios africano es idolatría, una de un santo católico, es digna de todo respeto. Las apariciones de ángeles o vírgenes a católicos son verdaderas, las apariciones de ángeles de José Smith son falsas. Ver el rostro de Jesús en una mancha es milagro; ver el nombre de Alá en las nubes es ridículo. La Biblia está dictada por Dios, el Corán no lo es. Nuestra certeza no admite competencia con la ajena. Así que concluimos que son satánicas, ridículas o las ignoramos completamente.

En verdad el sentimiento de que Dios está con nosotros es real y nos “llena”. Muchas veces es tan intenso que podemos sentir una exaltación o “éxtasis místico” y somos “adictos” a éste. Esta exaltación también la sienten los idealistas revolucionarios, los soldados americanos que van a matar “terroristas” a Medio Oriente, aquellos jóvenes que salieron a golpear “emos”, los soldados nazis y en aquellos que pertenecen a la dianética, la gnosis, al KKK o a otros grupos. Es un sentimiento que mezcla “pertenecer”, “poseer la verdad” y la “superioridad moral”. Cuanto más grande el sentimiento, más justificables encontramos nuestros actos. No importa si es en nombre de “Dios”, del “Socialismo”, de la "pureza racial", de la “Libertad y Democracia” o en nombre de la “Ciencia” este sentimiento llevado al extremo ha conducido a las peores conductas a través de la historia de la humanidad.

El secreto de la felicidad es aceptar la vida, dejar de luchar en contra y empezar a fluir con ella. A final de cuentas, los sucesos de la vida son “neutros” y somos nosotros quienes les damos el significado que podemos, queremos o necesitamos. Un mismo suceso puede resultar triste o alegre, bueno o malo, castigo o bendición, según nuestro propio sistema de creencias. Por ejemplo, la muerte de un ser querido puede verse como un castigo divino o como un acto de misericordia de Dios ante una agonía. Un embarazo puede ser una bendición o un problema.
No se trata de renunciar a nuestras creencias. Se trata de renunciar al falso sentimiento de “seguridad”, de levantarnos de nuestra postración (que por cierto Dios jamás nos pidió lo hiciéramos), de responsabilizarnos por nosotros mismos –nuestros actos, pensamientos y sentimientos–, aceptar la vida como es y empezar a vivirla, que para eso estamos aquí.

Enoch Alvarado

13 de enero de 2009

Un baile de máscaras

Un baile de máscaras.

El origen del self ideal.
Como seres humanos, nuestra vida transcurre entre sentimientos de amor y desamor, paz y angustia, felicidad y tristeza y otros muchos más. De pequeños, somos especialmente vulnerables a los sentimientos negativos tales como rechazo, incomprensión, burla o desamor. Estas experiencias negativas, ya sean temporales, repetitivas o permanentes las percibimos como muy dolorosas y cercanas a la muerte. De pequeños nos culpamos a nosotros mismos por cualquier rechazo (sobre todo cuando aún no estamos diferenciados del mundo) y, por tanto, asumimos que los rechazos son a causa de nuestra “maldad”. En esa etapa, la aprobación de nuestros padres es crucial y, con el fin de evitar el rechazo, reprimimos todo aquello que parezca ser el origen de la desaprobación de nuestros padres y creamos el self ideal. Y, con el pensamiento exagerado de los pequeños, no basta con ser “buenos” sino hay que ser “totalmente buenos”. Así, se implanta también una exigencia de perfeccionismo que nos ayudará en mucho, a arruinar hasta los momentos más felices de nuestras vidas.

También es posible que un hecho traumático en etapas posteriores, algo que nos resulta tan doloroso como para dejarnos sentirlo nos provoque el mismo efecto: negar nuestros verdaderos sentimientos. Muchos podemos recordar el momento en que decidimos “no volver a pasar por esto”. En ese momento, nos hicimos un “juramento” que nos hizo elegir alguna u otra máscara.

El origen de las máscaras.
La premisa básica del self ideal es la falsa creencia de que no somos aceptables, deseables o dignos de amor “tal como somos”. Las máscaras son, entonces, el mecanismo de defensa que creamos para “parecernos” a este self ideal. Creamos máscaras para ocultar nuestro self rechazado. Máscaras que podamos mostrar al mundo “sin sentir vergüenza” . Máscaras que nos eviten volver a ser lastimados por el rechazo. Máscaras que nos vuelvan “invulnerables” al dolor. Máscaras con las que creemos ganaremos –finalmente- la aceptación y el amor añorado.

Como las máscaras son nuestra actuación del self ideal, podemos sentirnos orgullosos de “cumplir con nuestro deber” y, por tanto, nos da un sentimiento de superioridad sobre los demás.

Tenemos miedo de mostrarnos ante los demás y de aceptar para nosotros mismos que somos débiles, egoístas, ambiciosos o envidiosos; o que estamos enojados, tristes, derrotados y todo aquello que nuestro self ideal no puede ser. Al poner una máscara entre los demás y nosotros, tratamos de impedir que se acerquen demasiado y nos lastimen. Cuando lo hacemos ante nosotros mismos, nos traicionamos y, por tanto, nos sentimos indignos y capaces de las peores acciones. Así, aumenta el miedo de ser quien en realidad somos.

Estamos tan acostumbrados a vivir la vida como podemos, que muchas veces no sólo dejamos de luchar; sino que resistimos cualquier intento en contrario, ya sea que provenga de nosotros mismos o de los demás. Por esta obstinación o voluntarismo a mantener el status quo nos justificamos en miles de formas (“no vale la pena”, “para qué, si así está bien”, “no es posible”, “yo no puedo”, “no creo”, “no merezco” y muchas formas más) y perpetuamos las máscaras.

Usar máscaras es vivir de “mentiritas”, apartándonos de nuestra realidad, tanto en lo que percibimos como negativo como en lo positivo. La no aceptación nos lleva a vivir con miedo y angustia constante de “fallar” y no ser “como debemos ser”. La máscara nos mantiene alejados de la felicidad de aceptarnos y, por tanto, de amarnos. Aceptarnos no significa ceder ni rendirse ante aquello que no nos gusta, sino ser conscientes de ello, ser honestos con nosotros mismos.

Sería simpático, si no fuera en realidad patético, que “juramos” que los demás creen que somos la máscara que nos ponemos y así, solemos ir por la vida en un baile de máscaras. Sin embargo, los demás responderán con mayor o menor rechazo a ellas, consciente o inconsciente. Este rechazo suele revivir las experiencias dolorosas del pasado y refuerza nuestra necesidad de una máscara más perfecta. Así, creamos un círculo vicioso de mayor falsedad y mayor exigencia, aumentando el rechazo y el dolor que originalmente tratábamos de evitar.

Reconocer nuestras máscaras.
Cuando juzgamos a los demás o a nosotros mismos, cuando tememos que algún deseo, motivación, intención o sentimiento sea descubierto o se haga evidente, cuando sentimos vergüenza o culpa por no estar a la altura de nuestra exigencia, cuando queremos dar una impresión o apariencia distinta de lo que sucede en nuestro interior, cuando sentimos que la vida es superficial y sin sentido, estamos empleando máscaras.

Existen tres tipos de máscaras. La máscara de amor, la máscara de poder y la máscara de serenidad. Sin embargo, las máscaras son distorsiones de la realidad y en ellas, el amor se convierte en dependencia y sumisión; el poder en agresión y control; y la serenidad en ausencia y retraimiento. El amor, el poder y la serenidad deberían coexistir gratamente en nosotros. Pero en las máscaras las vivimos como opuestas entre sí e irreconciliables. Para ampliar más la distorsión añadimos nuestra exigencia perfeccionista y buscamos ser “totalmente amorosos”, “totalmente poderosos” o “totalmente serenos”.

La máscara de amor es un intento por obtener amor “aparentando ser amorosos”. El juego implícito es "no me hagas daño porque soy bueno y porque soy bueno, me darás lo que yo te pida". Al usarla, nos volvemos sumisos y dependientes; pero también altivos y despreciativos. La falsa creencia es que “debemos ser amados a toda costa”. La seguridad y autoestima dependen de poseer el amor y la aprobación de los demás. Dado que no pretendemos ser responsables de nosotros mismos, realmente conduce al desamparo y a forzar a los demás a satisfacer nuestras necesidades. Usamos el “desamparo” como un arma para crear sentimientos de culpa en los demás. Al emplear esta máscara vemos el mundo como un lugar lleno de “papás” y “mamás”, de quienes buscamos la protección; pero también podemos sentirnos decepcionados por no encontrarlos y vernos como una de las pocas personas “buenas” que quedan en el mundo. La máscara de amor tiende a anular los sentimientos propios en aras de la aceptación ajena, por tanto, se aleja del amor verdadero y nos convierte en víctimas.

La máscara de poder la empleamos para controlar la vida de los demás dando la apariencia de ser fuertes, independientes, y competentes. El juego implícito es "no quiero que me quieran sino con el miedo que me tengan basta". La falsa creencia es que la vida a una “lucha de poder”. La seguridad y la autoestima dependen de “ganar” siempre, despreciando las necesidades y debilidades humanas y menospreciando a quien comete un error. Tras la búsqueda del triunfo rechazamos el amor y la cercanía. Como entablamos una lucha sin cuartel contra todos y por todo, las sensaciones de vergüenza y fracaso son muy frecuentes. Esto se compensa siendo más frenéticos, dominantes y repartiendo culpas por nuestros fracasos. La negación de nuestras necesidades afectivas se convierte en estrés y en actividad incesante, alejándonos de la paz y la tranquilidad. La máscara de poder nos convierte en tiranos.

La máscara de serenidad la empleamos para escapar a los sentimientos negativos, problemas y dificultades de la vida aparentando ser “serenos”, aunque en realidad estemos evadiendo la vida. El juego implícito es "ojos que no ven, corazón que no siente". Normalmente esta máscara se emplea cuando las otras dos fueron incapaces de funcionar. Creemos que ni el amor ni la autoafirmación están a nuestra disposición y decidimos “alejarnos”. Es la actitud de la zorra ante las inalcanzables uvas (“al fin que ni quería”). La falsa creencia es que los problemas desaparecerán si los ignoramos (actitud de avestruz). La auto-traición es casi total. El compromiso con nosotros mismos y los demás es pequeñísimo. Con esta máscara nos encerramos en el intelecto, la religión o en una vida “espiritual” interior. La máscara de serenidad nos vuelve espectadores en vez de actores de la vida.

Las máscaras combinadas. Muchas veces empleamos más de una máscara en nuestras vidas, con gran confusión pues cada una de ellas emplea caminos diferentes basada en premisas contradictorias. Por ejemplo, la máscara de amor pretende ser completamente amorosa, negando la fuerza y la independencia. La máscara de poder niega la necesidad de amor, pretendiendo ser todopoderosa. La máscara de serenidad no entra en lucha por el amor ni en la batalla para dominar, pues desprecia ambas actitudes. Toda esta confusión provoca escisión en nuestras vidas y acabamos acomodando una máscara en el trabajo, otra en casa y otra ante los amigos. Así, podemos ser tiranos en el trabajo y sumisos en casa o viceversa; desapegados a la familia, pero muy afectuosos con los amigos.

Fuera máscaras.
Las máscaras jamás podrán funcionar pues se basan en la falsa creencia de que es posible evitar la imperfección, la frustración, el rechazo, la decepción, el dolor y demás sentimientos que no toleramos. Si reconocemos que son inevitables, los aceptamos y aprendemos a tolerarlos, o mejor aún, a trascenderlos, entonces podremos reducir la necesidad de las máscaras.

El orgullo, el miedo y el voluntarismo son los obstáculos a vencer para librarnos de nuestras máscaras. La única forma es atrevernos a ser lo que en realidad somos (vencer el miedo), dejar de creer que somos lo que no somos (vencer el orgullo) y comprometernos con el cambio (vencer el voluntarismo). No quiero decir que sea fácil o que debamos simplemente arrojarlas para siempre. Esto es irreal. Mientras no estemos listos para reconocer nuestras fallas y asumir el compromiso de aceptación de nuestro self real, las seguiremos necesitando y usando. Sin embargo, el primer paso es ser conscientes de ellas sin culpa ni castigo.

Aun cuando el self ideal a menudo se construye de aspectos reales y positivos, su intento por esconder al self verda­dero es tan equivocado como la falsa premisa de que somos intrín­secamente indignos de ser amados. Para poder ser felices (y para poder dar felicidad) necesitamos aceptar nuestra imperfecta naturaleza humana. Debemos hacernos conscientes que nos enojan nuestras imperfecciones, que no las aceptamos. Debemos observar nuestra resisten­cia a la auto-aceptación. Es preferible vivir nuestra vida imperfecta que tratar de vivir una mentira creada por nosotros mismos. Podría decir que el self ideal debería morir, ¡pero jamás vivió! Sólo fue un invento de nuestra mente.

Auto-aceptarnos, respetarnos y amarnos es la forma de deshacernos de las máscaras. Sin embargo, se requiere mucho valor para aceptar y convertirnos en nuestro self verdadero. Implica desembarazarnos de muchas de nuestras creencias que nos han acompañado durante toda la vida. Creencias tan antiguas y enraizadas que se convierten en las premisas a través de las cuales nos juzgamos y juzgamos al mundo. Creencias que surgieron cuando éramos totalmente débiles e indefensos, llenos de miedo y teníamos pensamiento mágico, surgidas de la intolerancia de manejar los sentimientos que consideramos negativos.

Nuestro self real es mucho más que el self ideal inventado. Al permitirnos ser lo que en realidad somos estamos en contacto con nosotros mismos y entonces podemos encontrar la paz, seguridad y amor dentro de nosotros mismos y dejar de buscarla en los lugares equivocados, por las razones equivocadas de la forma equivocada. Cuando abandonemos nuestras máscaras seremos seres humanos verdaderos.

Enoch Alvarado